Lluvia sobre Vigo
Era de Vigo. De ese Vigo siempre lluvioso que tantas veces nos ha pintado Wilde. La conocí una noche lluviosa, en Galicia, en un pueblecito de A Costa da Morte donde había llegado poco menos que por casualidad. La niebla cubría todo más allá del lugar donde estábamos, de manera que era como si el mundo se redujese a aquel pequeño lugar y las gentes que por él vagaban.
Yo no la buscaba, pero el destino la puso en mi camino. Me acerqué a ella, que se encontraba en ese momento charlando con otro hombre, e hice una pregunta sin importancia. Comenzamos a entablar una conversación improvisada, de esas que salen de forma natural. Y decidimos continuarla ella y yo, a lo largo de la noche, solos en un bar donde había tan sólo tres almas.
Tenía veinticuatro años, el pelo largo, tremendamente largo, y era rubia y alta. Los ojos entre azules y grises, sinceros, una promesa. Era como había imaginado siempre a una guerrera celta.
Pronto de su boca dejaron de fluir las palabras para fluir los besos. En medio de aquella noche lluviosa dos personas se encontraron y se fundieron en sus labios al dictado de la pasión y del calor de un garito oscuro a punto de cerrar.
Y continuamos en mi tienda de campaña lo que habíamos empezado poco antes... Hasta aquí podría ser una aventura como tantas, pero no, aquí comienza realmente la historia, lo mágico de aquel encuentro casual.
A la mañana siguiente nos cruzamos de nuevo.
Así que la sonreí y la dije “Vámonos a Portugal. Cojamos nuestras motos. Enséñame estas carreteras…”
Y ella me miró, se lo pensó, me sonrió, y me respondió “Vale.”
Echamos las tiendas y los sacos de dormir a nuestras motos e iniciamos una ruta que nos llevó por carreteras secundarias y llenas de curvas, de maizales y hórreos, y de los múltiples matices de ese verde intenso que compone Galicia aquí y allá, hacia Santiago de Compostela, Orense, Pontevedra…
Aquella tarde, cuando la vi salir de la ducha observé cuidadosamente su cuerpo. Era fuerte y atlético, como el de una amazona. E hicimos el amor. Y al día siguiente desperté envuelto por su cabello felino, bajo un sol que parecía haber olvidado las lluvias anteriores.
Rodamos kilómetros sobre nuestras monturas, me llevó por rutas para mí desconocidas, entre paisajes cerrados y sombras, entre curvas y rayas blancas y amarillas, entre las playas bañadas por el Atlántico y las orillas del Miño, entre risas y abrazos.
Montamos en barco, y al atardecer me guió hasta un lugar desde el que se veía increíblemente cerca la puesta de sol tras las islas Cíes. Parecía que podías pegar un salto y sentarte allí, en las Islas, para retrasar unos minutos más la puesta, o la propia vida.
Después… se hizo tarde. Nos besamos. Y me fui.
“Llámame” me dijo. Pero nunca la llamé, y nunca más la volví a ver.
Y sé que cuando llueve en Vigo, llueve también sobre ella…
Lee este post escuchando...